Fernando Cruz
Cundinamarca, Colombia, 1951
Estudie teatro y fui autor y actor de varias obras con el Teatro la Candelaria, entre ellas «Guadalupe años sin cuenta».
Actualmente soy artista visual, una de mis actividades es hacer recorridos por las montañas, los paramos y los humedales, hago talleres de percepción en donde el cuerpo es el intérprete/traductor y archivo (memoria) por medio de juegos en los cuales cada participante trabaja con sus medios de percepción y creación de forma espontanea.
Desde el año 2017 soy el gestor de «Fotojueves» en el Centro Colombo Americano de Bogotá, este es un espacio para hablar con fotógrafos y artistas sobre fotografía expandida, compartir ideas acerca de la educación y abrir el espacio a nuevos fotógrafos y a todos los interesados, la entrada es libre, los invitados los selecciono a partir de ver sus trabajos en las muestras de las universidades y en los espacios colectivos de artistas.
EXPOSICIONES
GALERÍA SEXTANTE
Coque, 2013
Bogotá Colombia
GALERÍA SEXTANTE
Suroriente, 2011
Bogotá Colombia
TEXTOS
FERNANDO CRUZ / SURORIENTE
por Ricardo Arcos-Palma
Las fotos en blanco y negro aluden a otra época y otros lugares, son como un viaje en el tiempo. Fernando Cruz.
Suroriente es una muestra fotográfica realizada durante más de veinte años de 1985 al 2010. Fernando Cruz quien es uno de los fotógrafos más importantes de Colombia, no solamente por su trayectoria sino también por la calidad de su trabajo, decidió realizar con la paciencia de un arqueólogo de la imagen, una serie de fotos que nos hablan de unas ruinas. Su obra fotográfica en blanco y negro, análoga en un primer momento y luego digital es un verdadero testimonio de unas ruinas arquitecturales, que nos hacen pensar en una civilización o pueblo perdido.Estos vestigios que parecen sacados de excavaciones arqueológicas, corresponden a antiguos hornos de ladrilleras que hasta hace poco estaban en funcionamiento en el suroriente de la ciudad.
De una u otra manera, estas fotografías se convierten en documentos invaluables de esas construcciones que fueron registradas en su deterioro durante más de dos décadas. Para aquel que desee construir la historia del desarrollo urbano de Bogotá, aquí tiene una fuente y un material importante, teniendo en cuenta que buena parte de la arquitectura capitalina está construida con el famoso ladrillo rojo, lo que la diferencia de otras arquitecturas.
El saber hacer propio de las gentes del campo, que se vieron forzadas a dejar sus tierras desde la década de los años cincuenta a causa de la violencia del conflicto armado, se industrializa precariamente en estos hornos. Durante al menos dos generaciones de familias desplazadas, las ladrilleras se convirtieron en una fuente de ingresos, algo precaria cierto, pero que daba cierta estabilidad financiera. Sin embargo, al industrializarse este proceso, y exigir garantías sanitarias de no contaminación, las diferentes administraciones distritales, dieron un golpe de gracia a esta antigua tradición. Fernando Cruz nos dice al respecto lo siguiente:
“El desplazamiento de los campesinos a la ciudad, donde empiezan a trabajar en el oficio de la tierra, haciendo la ciudad, luego son nuevamente desplazados a las afueras de la ciudad, que los expulsa y no les brinda una forma de mejorar sus familias, sus vidas, sus hornos, tanto el dama como bienestar familiar los castigan”
Las fotografías de Cruz, nos hablan de esos rastros congelados en el tiempo. Si uno se acerca desprevenidamente a mirar de cerca esas construcciones sin conocer lo que acabamos de narrar, inmediatamente pensamos en un lejano pueblo perdido. Construcciones en ruina que semejan templos y fortalezas incluso habitaciones de un pasado esplendoroso y lejano. Uno imagina si Cruz hubiese realizado lo de Foncuberta, de hacernos creer en la existencia de un pueblo que nunca existió. Pero no, aquí hay un deseo de realidad; el fotógrafo logra mostrarnos sin trucajes, ni montajes, que en efecto ahí hubo algo, que en realidad una población, unas manos, hicieron lo que habían hecho mucho tiempo atrás sus antecesores, amasando la arcilla roja, con agua y luego exponiendo la masa al fuego.
Sin lugar a dudas, este trabajo, alejado de todo esteticismo, logra develar y revelar una condición del paso del tiempo y una potencia de la fotografía en mostrarnos lo que realmente vemos.
Noviembre del 2011.
Escáner Cultural nº:
142
Premio Nacional de Crítica
REDES DE FERNANDO CRUZ
Juan Carlos Guerrero
Categoría: Ensayo breve
Bajo el título Redes (exposición, video y libro de artista)1 Fernando Cruz nos ofrece unas bellas imágenes fotográficas que realizó hace varios años con cámara analógica y que posteriormente retocó digitalmente. Tan pronto entramos en la sala encontramos un paisaje que nos recuerda repentinamente a Edward Weston y la maestría de algunas de sus fotos de parajes desérticos con tres niveles de profundidad, donde resalta el manejo de los negros y grises. Pero a medida que vamos moviéndonos frente a las imágenes de Cruz notamos que, a diferencia de Weston, la mirada se dirige no hacia un paisaje exterior sino interior.
Siguiendo a Goethe, de quien Cruz toma cita como epígrafe de su libro, esta serie nos invita paulatinamente a volcar la mirada hacia el interior, de modo que en ese vuelco demos cuenta de que construimos “el mundo visible con luz y tinieblas” (cit. en Cruz 2009, 1), no a la manera de una mirada distante a través de la ventana, sino por el contrario, a la manera de una mirada que, parafraseando a Merleau-Ponty, prácticamente toca las cosas y atiende a cómo ellas se insinúan descubriéndose y a la vez ocultándose en la textura.
Por lo tanto, no se trata de una mirada de voyeur, que observa a distancia y desde fuera de modo que su objeto no se sienta observado. En Redes hay, más bien, una mirada tangente y curiosa que no obstante se mantiene a una obsesiva y corta distancia para ver cómo, en las texturas, las cosas se le develan y ocultan como algo expuesto pero aún virginal. Al hacer esto, Cruz nos lleva que nuestra mirada se detenga en las texturas y en los encajes, permitiéndonos experimentar y explorar el pliegue de la existencia táctil en el que el tacto deviene visión tangente que desea y está a la espera de la emergencia de lo tangible pero aún oculto, y pliegue en el que tenemos la experiencia de que lo que se devela tiene la fuerza del fetiche. En ese pliegue la mirada expectante y deseadora no sólo espera y desea lo visto, sino que ante todo espera y desea la consumación de la promesa de su unidad con él.
Hay aquí algo de lo que para los románticos alemanes como Schlegel y Novalis es la promesa de una redención, la promesa de una transformación del mundo exterior desde una revolución interior. Dicha revolución romántica es básicamente el vuelco hacia el interior, no para encerrarse y aislarse, sino para experimentar el absoluto que engendra y recoge toda experiencia de lo existente (del mundo interior y exterior). Para Schlegel, un vuelco tal hará posible que algún día “el hombre no cesará de velar y de dormir a la vez” y, con ello, de hacer su sueños íntimos realidad, toda vez que “soñar y al mismo tiempo no soñar [es la síntesis del mundo,] la operación del genio.” (cit. en Béguin 1994, 263).
De modo similar, Redes nos lleva paulatinamente a desplegar la mirada que volcándose hacia el interior desea y espera su unidad con el fetiche, y se acoge a la promesa de que, mediante ese vuelco hacia el interior, logrará experimentar el pliegue que engendra y recoge su unidad con lo visto. Pero además, Redes hace que con dicho vuelco muestra mirada no sólo experimente la latencia de su propia unión con el objeto de este paisaje interior, sino que además experimente la latencia de que en el mundo exterior, a plena luz, se dé también esa unidad con el objeto. Mediante mímesis, esta mirada pretende configurar el paisaje externo siguiendo al paisaje interno, de manera que, incluso a plena luz, las cosas se mostraran más limpias y relucientes que en la vida real.
Justo allí, Cruz nos deja ver claramente la muñeca a la que ha tomado estas fotos, y nos permite darnos cuenta de tres cuestiones. Primero, reconocemos que Cruz, y nosotros con él, hemos desplegado una mirada juguetona que, en consonancia con lo que Walter Benjamín indicó acerca de los juguetes, es propia de aquel que “quiere jugar con arena, y entonces la convierte en masa de pan, quiere esconderse y entonces se convierte en ladrón o policía” (Benjamin 2005, 115). Se trata de la mirada que quiere transformar el mundo y que busca, desde paisajes imaginados y de ensueño, convertir el mundo exterior en mimesis de paisajes locales de una “vida en miniatura” mucho más “limpia y reluciente que la vida real”, como diría Baudelaire (2007).
Y como ‘colorario’ de esta primera cuestión, hemos de reconocer con Cruz que no sólo esa mirada deseadora y expectante pretende transformar el mundo, sino que además hace, parafraseando a Benjamin, que “la primera materia donde la capacidad mimética se pone a prueba sea el cuerpo humano.” (cit. en Weigel 1999, 63), toda vez que es el cuerpo mismo lo que experimenta y se experimenta en el tacto. Ya Kant, indicaba que en la sensación de lo agradable, y muy claramente la del tacto, hay una inclinación, una tendencia a regresar a él, a volcarse una y otra vez sobre el disfrute. De hecho, un filósofo y místico del siglo XII, Hugo de San Víctor, indicaba muy agudamente que el tacto es quizá el más problemático de los sentidos para afirmar la transcendencia, y particularmente para afirmar la posibilidad misma de hacer de y con la experiencia un símbolo de lo intangible (mientras que afirmaba la unidad posible entre la experiencia sensible y la intelligentia: lo agradable a la vista es virtud, la forma armónica, justicia, lo dulce, amor, el olor, deseo, el canto, verdadero gozo y alegría). El tacto, y de allí la insistencia de Merleau-Ponty en él, se vuelva continuamente sobre la experiencia táctil misma, se disfruta y goza, y por ello la mirada tangente juega y se regodea en el cuerpo. No en vano y como ya lo sabemos, el cuerpo es materia central y quizá la más empleada en la manipulación en Photoshop®, cuando se trata de mostrar esa vida limpia y reluciente: cuerpos sin estrías y sin, agradables cuerpos de pieles sedosas o de durazno.
La segunda cuestión a resaltar consiste en que esa transformación del mundo permite reconocer que el juguete y el fetiche tienen una carácter sobrenatural, que no reside en el milagro que viene desde afuera sino en la posibilidad de que la transformación del mundo exterior se convierta en reflejo del modo como reconstruimos la experiencia, es decir, que sea reflejo del hacer memoria. En este sentido, el fetiche y el juguete afirman una pausa en el paso del tiempo puesto que obedecen a esa “urgencia oscura de repetir las cosas [que] es poco menos poderosa en el juego [ni…] menos maliciosa en su funcionamiento que en el impuso sexual en el amor.” (Benjamin 2005, 120).
Se trata así de la urgencia de no dejar desvanecer el placer y diversión justo en la latencia de su final y muerte. Se trata de la urgencia del tacto por hacer y ser memoria, justo en la medida que él mismo es ‘obstáculo’ para la transcendencia. Mientras la vista, como diría Hugo de San Víctor, permite captar la forma del objeto de manera que fulge como referente de un ir más allá de lo corpóreo (transcender) hacia el intelecto (que pretende capturar el objeto, incluso en su movilidad), el tacto, por su parte, vuelve sobre él mismo toda vez que el objeto de la experiencia táctil es el tacto mismo. Por esto mismo en el tacto no hay transcendencia en sentido riguroso, sino un intento por capturase, él mismo, en la repetición. Para ser y hacer memoria, el tacto debe regodearse en la experiencia misma, debe volver sobre él mismo en un intento de prolongarse en el tiempo.
Y esto implica que la mirada tangente es, por decir menos, paradójica. Es una mirada que vuelve y vuelve sobre su la experiencia táctil, pero a la vez logra darse una pausa en la ‘representación’. Es una mirada que reconociendo la movilidad del goce, debe moverse, recrear y transformar esa ‘representación’. O siendo más rigurosos la mirada tangente es, por un lado, una mirada que ha de de-tenerse en el tacto, es decir, debe interrumpir su propio movimiento (de tomar distancia y reunir lo visto) para poder re-tener consigo la experiencia táctil, pero por otro lado y a la vez, es un tocar que debe sos-tener su objeto, es decir, subyacer bajo éste para poder re-tener dicha experiencia visual del objeto. De-tener la mirada en el objeto para retener la experiencia táctil del objeto y con ello garantizar su manipulación, y sostener el objeto para retener la experiencia visual y con ello garantizar su conocimiento, es el modo de ser del hábito. La paradoja de la mirada tangente es el hábito.
Esta idea la encontramos en Benjamin cuando él habla de los juguetes: “El hábito entra en la vida como un juego, y en el hábito, incluso en sus formas más escleróticas, un elemento del juego sobrevive hasta el final. Los hábitos son las formas de nuestra primera felicidad y nuestro horror primero, que se han congelado y deformado hasta el punto de ser irreconocibles.” (Benjamin 2005, 120) Por esto mismo, en el hábito como paradoja de la mirada tangente es que los hombres y las mujeres vanidosos pretendan detener el tiempo y fosilizar el gozo inicial mediante la repetición de la mirada hacia su propia imagen en el espejo, pero de modo tal que evadan, en esa repetición, todo atisbo de aburrimiento.
Es así como, en la necesidad de que el juego se repita abriendo espacio para el hábito y a pesar de que la representación (incluso transformándose) sea esa pausa por la cual algo quiere ser reconstruido y recordado (en el sentido de ser nuevamente vivido), el transcurso del tiempo y el carácter material de la experiencia táctil será atisbado tarde que temprano.
Cruz. De la serie Redes. 1984-2009
Llegamos entonces a la tercera cuestión que tematiza esta obra de Cruz y que, como una moneda, tiene dos lados. En un primer lado, la mirada tangente termina destruyendo u olvidando su objeto así como, después de jugar y jugar y de repetir el juego, tarde que temprano el niño se aburre y deja a un lado el muñeco o lo destruye. Por otro, el objeto mismo de esta mirada, que no es otra cosa que la experiencia táctil (así sea ‘representada’) se devela en su propia vida, tal y como sucede en la novela Lolita de Nabokov. En esa novela, un muy narcisista Humbert se obsesiona con Lolita, e insistentemente ve y se la muestra a él mismo como una niña virginal sin importar que ella está creciendo y volviéndose astuta. Y a pesar de ello, sin importar todos los intentos de Humbert, el pasado y el crecimiento de Lolita se dejan atisbar.
En esta tercera y doble cuestión se detiene la historia y trama que nos presenta Cruz con su serie Redes. La exploración de la mirada tangente que se promete a ella misma su unidad con su objeto en un movimiento de intimación con las cosas, es el centro de dicha historia y de este trabajo de Cruz. Sobre dicho centro o, mejor, dentro del despliegue de esa mirada tangente, emergen los momentos de ese mirar la muñeca y sus desplazamientos y tránsitos: el cuerpo como objeto de goce y el juguete como producto de la mímesis del mundo de sueños, la repetición y la imperiosa necesidad de transformación re-generadora del goce, el hábito y la materialidad y temporalidad del goce. En esta historia, de goce, sueños, repetición, regeneración, hábito, materialidad y temporalidad, la muñeca es ‘repositorio’, es lugar de la memoria. Por esto mismo repito lo que bien indicaba una amiga al ver esta exposición y libro: ¿qué podría tener consigo más recuerdos que la adoración por una muñeca?
REFERENCIAS
Baudelaire, Charles (2007). Moral del Juguete. En Exit No. 25 Febrero-Abril.
Béguin, Albert (1994). El alma romántica y el Sueño (trad. Mario Monteforte). Bogotá: Fondo de Cultura Económica
Benjamin, Walter (2005). Walter Benjamin: Selected Writings, Volume 2, part 1, 1927-1930. Cambridge: Belknap Press.
Charles Henry Buttimer (1939). Hugonis de Sancto Victore Didascalicon de Studio Legendi. Washington: The Catholic University Press.
Cruz, Fernando (2009). Redes. Bogotá: Ediciones Taller Dos Gráfico.
Merleau-Ponty, Maurice (1970). Lo visible y lo invisible. Barcelona: Editorial Seix Barral.
Nabokov, Vladimir (1955). Lolita. New York: Vintage International.
Weigel, Sigrid (1999). Cuerpo, Imagen y Espacio en Walter Benjamin. Buenos Aires: Editorial Paidós.
REDES
La serie fotográfica que Fernando Cruz nos presenta bajo el título de Redes es una lección de fotografía que muestra la luz como aquello que hace visible las cosas y que muestra la visibilidad de las cosas, su devenir visibles. Pero esta serie lo logra no a la manera de la perspectiva en que el ojo mira hacia el paisaje abierto como en algunas fotos de Edward Weston, sino por el contrario, lo logra afirmando ese paisaje como paisaje íntimo, acentuándolo como inland. Cruz despliega la mirada del voyerista que experimenta una distante intimación con lo visto; mirada que consiste en un ver tangente gracias al cual luz y visibilidad se conjugan, y la luz besa lo visible.
Pero por esto mismo esta visión tangente, a diferencia del tacto, se mantiene a distancia de lo visto para dejar que éste se muestre como intocado, virginal. Aquí la lección de fotografía que quiere ofrecer Cruz alcanza su lado determinante: la fotografía es también scotografía. Siguiendo a Goethe, esta serie nos plantea que la fotografía ha de mostrar nuestra intimación con lo visto para desde allí “construir el mundo visible con luz y tinieblas”. Cruz nos empuja a configurar ese pliegue y formas en el que la visión toca las cosas no de otro modo que atendiendo a cómo ellas se insinúan descubriéndose al ojo y a su vez ocultándose en la textura.
Es así como el título de esta serie de fotos afirma el encaje que oculta fragmentando. Pero también y ante todo afirma la red como vínculo entre lo vidente tangente y lo visible tangible, como vínculo en que tiene lugar la experiencia de esa distancia íntima en que se explora el límite de la existencia táctil: allí donde el tacto deviene visión tangente, gracias a lo cual lo tangible adquiere cierta fuerza de lo intangible y cierta sobrenaturaleza que también caracteriza al fetiche y al juguete. Se trata, por lo tanto, redes entendida como paisajes interiores de la vida, paisajes locales de una “vida en miniatura”, como lo dijera Baudelaire acerca de los juguetes, en los que aquello vidente y tangente y aquello visible y tangible se encuentran en una experiencia quizá mucha más “limpia y reluciente que la vida real”.
Explorar ese pliegue de la visión en que lo ominoso (uncanny) se anuncia, es la clave central de este trabajo, toda vez que permite no sólo la transición del paisaje a la lolita que se insinúa y a su vez se esconde tras el encaje, sino también entre ese juvenil y sensual ‘cuerpo’ visto y tangible, y la materialidad y temporalidad que caracteriza aspecto histórico de la muñeca. La muñeca es así ‘repositorio’ de una historia de la imaginación y del deseo y lugar de tránsito de ida y vuelta entre ilusión y desilusión. En este sentido, cabe repetir una bella pregunta que hace Ángela Marino frente a estas fotos: what could hold more memories than the adorations of a doll?
Juan Carlos Guerrero