Hugo Zapata

La Tebaida, Quindío, Colombia, 1945

Es un artista en franco romance con la piedra, ese material que representa “los rastros del trajinar de la materia en la eternidad del tiempo geológico”, como bellamente lo expresa él mismo.

En el sentir de Zapata, la piedra encierra, desde siempre, obras, signos y mensajes que él como artista debe desentrañar.

Para hacerlo, sale a su encuentro, porque a Zapata le interesa la piedra por lo que la piedra es en sí, por lo que le ofrece y le entrega.

Así han ido surgiendo de su taller los Amantes, los Testigos, los Pensadores, las Flores, las Mandalas, los Vestigios, los Cenotafios y muchas otras manifestaciones incomparables de su inspiración, unas veces en solo piedra, otras acompañadas de materias como vidrio, pigmentos, resinas o agua.

La singular obra de Hugo Zapata nos confirma que la piedra no es un objeto más, sino acaso el más privilegiado y simbólico de los elementos del mundo pues ni el agua ni el aire ni la tierra ni el fuego han merecido ser utilizados así por el arte.

Sus trabajos centran en captar la belleza que nos rodea en su estado más puro.

La roca nos ofrece sus elementos formales, conceptuales y espirituales que acompañan el trabajo del artista.

Sus obras aluden a la piedra tallada por el hombre en todas las culturas, a su huella heredada desde los inicios de las civilizaciones.


Textos

Hugo Zapata, la música de las piedras

Por Sol Astrid Giraldo

Este explorador de las rocas ha construido una obra alrededor de los silencios y del tiempo. Aunque sus obras han llegado a todos los rincones del mundo, su alianza más sólida ha sido con Medellín.

La tierra fue antes, también lo será después. Hugo Zapata, explorador de las rocas, lo sabe. Hay niños que han visto al emperador sin vestido y hay hombres con ojos de poeta, cómo él, que han mirado la tierra desnuda. “Colombia es de piedra”, le decía su profesor de geografía. Y él le creyó. También a su papá, cuando lo llevó a Amagá, tierra del carbón, y le reveló un secreto que le quitó para siempre la ilusión de la estabilidad. “Mijo, usted no se imagina. Arriba está todo tan tranquilo: las casas, las vacas y la gente, pero abajo eso está hirviendo, todo está prendido. ¡El mundo está que arde!”. Y es a ese centro de la tierra convulso, debajo de las capas vegetales, los sembrados cuadriculados, las ciudades ordenadas, los tacones de las mujeres, los cimientos de los museos y las trampas de la historia, hacia donde se dirige desde hace más de 30 años, Hugo Zapata con audacia de Julio Verne.

Lo hace para escuchar los silencios cargados de la piedra. Ha entendido que ellas son apenas un instante sólido en el eterno devenir de las formas y los tiempos. Y esta certeza le hizo cuestionar la falacia de su dureza. En sus manos, las piedras son maleables como la arcilla, no solo por las herramientas que se ha ingeniado para tratarlas, sino por los ojos limpios con los que las mira y por los oídos nuevos con los que las escucha. Las aborda con un respeto reverencial. Es que son mensajeras: “antes del hombre –dice–, la tierra ya escribía”. Por eso, un color en su interior habla de una era geológica; una aglomeración particular, de un cataclismo; una textura rugosa, de inviernos inclementes, tristezas profundas, desolaciones cósmicas y explosiones siderales. Mundos que se crean y estallan como pompas de jabón, dejando cicatrices sobre superficies donde el paso del hombre es tan solo una ilusión como el aleteo de las mariposas o las hojas de árboles que vienen y desaparecen desde hace millones de años.

La estrategia de Zapata ha sido “salir con un martillito”, observar como un detective, recoger muestras como un arqueólogo, leerlas como un geólogo, acariciarlas como un amante y transformarlas como un alquimista. Los pórfidos del Cerro Tusa, el batolito color “sal y pimienta” de Río Grande, el mármol dorado de Montería, las piedras con forma de santicos del Chocó, constituyen el país inédito que ha descubierto debajo de las líneas frágiles de los mapas. Pero, sobre todo, están las pizarras oxidadas y las lutitas negras de la cordillera Oriental. Son su tesoro, la piedra angular de sus dominios. Las hurga en las montañas y los ríos de Pacho. Y para hacerlo se alía con los inviernos húmedos que las descubren y las tiran al Río Negro, con los bomberos que se las ayudan a bajar, con los campesinos que lo creen loco, con las mulas viejas que las arrastran hasta quedar exhaustas. Las mete en camionetas grandes que atraviesan las carreteras curveadas del centro del país y las sube a su taller en el oriente antioqueño. Allí las siembra en un rincón verde y húmedo, donde las ramas de los árboles se mezclan con el cable de diamante que cortará después las entrañas de la tierra.

Hugo Zapata trata las piedras como si fueran niñas

En este lugar con algo de laboratorio, fábrica y altar ceremonial, siete obreros y el maestro mueven con tanta precisión como sensualidad sus manos sin callos. Es la condición para trabajar allí, porque asegura Hugo Zapata, “a las piedras hay que tratarlas como niñas”. El las guarda por años hasta que descubre cómo entablar el diálogo que las convertirá en Pensadores, Cordilleras, Estelas, Pilas, Amantes o flores de de piedra. “Yo amo la razón, pero ella no me ama a mí”, dice Zapata mientras acaricia sus Testigos, figuras verticales y negras de presencia totémica que alguna vez visitantes de Burkina Faso, de paso por su taller, no se atrevieron a tocar, porque aseguraban que “en ellas había algo”. Zapata está de acuerdo: “la escultura es siempre presencia”.

Y no se trata de que sea precisamente un artista surrealista. Con una sólida formación de arquitecto, su trabajo tiene una indudable lógica constructiva, mientras su conocimiento del material está apoyado en serios estudios de geología. Pero, sin duda, la llave de la piedra no se la dio la ciencia ni el cálculo, sino su imaginación y un pensamiento poético que le permite navegar a través de las formas orgánicas. Zapata las entiende, no pelea con ellas, tampoco las imita. Con una actitud oriental, las deja ser. Interviene y se retira. Mientras Miguel Ángel quería extraer la figura humana que se suponía escondía la piedra, Hugo Zapata deja que la piedra sea piedra, y esto lo conecta con su tiempo. “Me siento absolutamente digital”, dice el escultor que habla el lenguaje de lo lleno y lo vacío, del uno y el cero, de lo grave y lo agudo. Sin embargo, sus obras tampoco se quedan en el canto a sí mismas del modernismo. Sus esculturas arrastran una mirada cultural, sobrevuelan hasta la prehistoria, rondan las formas y la mentalidad precolombina, viajan y vuelven, y nos conectan con el entorno urbano y la sensibilidad contemporánea.

Naturaleza y ciudad. Sus esculturas, literalmente funcionan como un cable a tierra, en un momento en el que se ha perdido el cordón umbilical con el cosmos. Sus Ojos de Agua reflejan los astros y los planetas como lo hacían los observatorios húmedos de los incas, sus Pórticos gigantes en el aeropuerto de Rionegro recuperan el espectáculo de los dibujos de las nubes sobre el cielo, su Ágora de piedra en la Universidad Eafit le da un peso mineral a los encuentros. Es que su trabajo en este valle herido por el hacha de los bisabuelos colonizadores logra crear un paréntesis en la retórica de la raza pujante y predadora de un Pedro Nel Gómez o un Arenas Betancourt.

Hugo Zapata utiliza otra lógica que limpia, reconcilia, conecta. Le ha dado muchas sonrisas de piedra y agua y fuego a Medellín, pero ha tenido que guardarse bastantes otras por los presupuestos magros y los pensamientos pequeños. ¿Qué ciudad sería Medellín si su cerro Nutibara saludara todos los días su posición en el universo como lo proponía la obra Cota 1535? ¿Qué río tendríamos si hubiera podido construir sus Gavias, esas apariciones fantasmales que lo navegaban mientras limpiaban la contaminación del agua y de las mentes? El consuelo es que para muchos paisas esos proyectos eternamente aplazados existen ya en nuestro imaginario.

Las utopías siguen. Zapata quiere llenar ahora la ciudad de diez esculturas sonoras. La primera será la suya, un muro de viento… Luego vendrán las de otros artistas internacionales invitados que recordarán cómo la escultura es una cuestión de música. Entre tanto, sigue esculpiendo, no solo en su taller sino también en su corazón, mientras les da corozos a las ardillas, recibe los amaneceres en una casa transparente y las noches en un espejo de agua cálida donde se reflejan las estrellas, cosas que le gustan tanto como viajar al centro de la tierra. Ciudadano del mundo, acaba de llegar de China, viaja ahora a Venezuela y se prepara para medirse el año entrante con la monumentalidad de los aztecas y los mayas en el Museo Antropológico de México.

Aunque sus obras públicas saludan también el Poniente de Bogotá, se cuelan entre los almendros de Aracataca y bautizan parques en Armenia, no hay duda de que  la mayor alianza de Hugo Zapata la ha hecho con Medellín, la ciudad industrial y comerciante a la que sus silencios de roca logran todos los días sanarle el alma.

Publicado el 16 de Julio 2012
Sol Astrid Giraldo / Revista Diners

El gran testigo de la tierra

Por Paula Santana

Con sus grandes esculturas hechas en piedra, el colombiano Hugo Zapata ha sido invitado a exponer en el Museo Nacional de Antropología de México.

“Roca del sueño y de la noche. Roca que asilas la memoria de la tierra. Roca que guardas el sol y los inviernos, hay en ti sonidos de pájaros y cielos. Huellas del viento y el trajinar del agua. Roca que sabes del tiempo, de los amonites y los cuerpos de antiguos dinosaurios. Roca que vives desde siempre y cantas cuando ruedas por los ríos de Dios”. Con su voz añeja, el escultor colombiano Hugo Zapata recuerda uno de sus poemas en el que hace homenaje a la roca como el gran testigo que en sus entrañas esconde los secretos de la historia de la Tierra.

Para sus esculturas de mediano y gran formato, Zapata utiliza rocas extraídas de la cordillera oriental de Colombia, piedras de canto rodado, piedras que bajaron con los glaciares y que rodaron durante años acompañando las civilizaciones y el devenir de la naturaleza.

Las piedras “transcriben vivencias de la materia en la inmensidad del tiempo geológico, eventos extraordinarios, instantes grabados en las rocas desde siempre, instantes que la ciencia y la razón no han logrado descifrar. Hay en ellas ritmos, danzas, geometrías, claves, alfabetos posibles a los cuales podemos acceder solamente por la magia del arte y la imaginación”, dice el escultor quindiano, nacido en La Tebaida en 1945.

Su obsesión por estos guardianes de la memoria empezó en sus años universitarios, cuando pasaba horas encerrado en el laboratorio de geología, cortando piedras y estudiando con disciplina sus interminables juegos de pliegues y texturas. Este arquitecto graduado de la Universidad Nacional de Medellín, amante del arte, la botánica y la ecología, hizo de la piedra su vocación y su destino.

Para el poeta y ensayista William Ospina “la piedra no es un objeto más, sino acaso el más privilegiado y simbólico de los elementos del mundo, pues ni el agua ni el aire ni la tierra ni el fuego han merecido ser utilizados así por el arte; la piedra concentra para nuestro sueño las virtudes y los misterios de lo material, y las artes humanas, escultura, arquitectura, pintura, poesía, son un frecuente asedio a sus enigmas”.
Las esculturas de Zapata “son un ejercicio del tacto, de la mirada y de la imaginación”. Su taller, ubicado en El Retiro, un municipio en el oriente de Antioquia, está rodeado de vegetación nativa, de pájaros de todos los colores, de pequeños mamíferos y, por supuesto, de piedras. Cientos de ellas esperan pacientes, algunas ya ocultas entre la maleza, a que su escultor las elija.

“Me aprovecho de su energía, de ciertas directrices, de ciertos ejes, de ciertas cosas que me regalan. Trabajo y comulgo con ellas y las esculturas se parecen a lo que ellas ya insinuaban”, comenta. Como si ellas le susurraran qué formas poderosas contienen y en qué aspiran convertirse, Zapata las transforma y las interviene.

En Geografías, muestra que estará hasta finales de este mes en la Galería Sextante antes de ser exhibida en el Museo Nacional de Antropología de México, el escultor trasciende su curiosidad por escudriñar el interior de pequeñas piedras para abrir paso “a una mirada más abierta a la geografía y la opción de recrear el paisaje, las cordilleras, los ríos y lagunas, la memoria telúrica que guardan en su serena quietud y la fuerza que aflora incontenible cuando cambian”, como asegura el artista.

El agua también juega un papel primordial en su obra. Cuenta que un día cualquiera, caminando junto al río Patascoy, puso su atención en unas rocas con cavidades que parecían ojos de agua. Espejos de abismos. Cielos al revés. “Los indígenas del Perú hacían observatorios estelares con rocas de granito y estos grandes ojos de agua reflejaban las estrellas. Cuando una estrella importante pasaba por el cielo y tenía cierta geometría, se reflejaba en el ojo de agua produciendo una rutilancia, un destello a su alrededor”, afirma, recordando la sabiduría y la agudeza de las culturas precolombinas.

Tomado de El Espectador, 12 de Julio 2012

Hugo Zapata: La naturaleza y las rocas son mi alfabeto

El artista quindiano Hugo Zapata presenta ‘Geografías’, una muestra que llevará al Museo Nacional de Antropología de México

El mapa de ruta que guía la creación de las obras de Hugo Zapata es la convicción de que “todo lo que nos da la naturaleza es lo que conforma nuestros lenguajes”. Así, por ejemplo, la música, en su sentido más elemental, sería el resultado de los sonidos del agua y de los pájaros, y las artes plásticas, el fruto de la exaltación de la tierra.

Esa certeza es la que le ha permitido a este artista quindiano encontrar la fecundidad en medio de la aparente frialdad y aridez de la piedra, que, para él, no es solo su materia prima; también, el testimonio del origen del hombre y del lugar que habitamos.

La exposición  ‘Geografías’,  que presenta por estos días, es una muestra de esa particular forma de comprender y relacionarse con el entorno para sacar de él su lenguaje artístico. Allí, sus obras de grandísimo formato se imponen y devoran los espacios de las salas. Sin embargo, su tamaño no impide que los ojos recorran milímetro a milímetro cada detalle, pues el modo como Zapata las trabaja permite apreciar vestigios originales de formaciones, texturas y colores de la naturaleza que él convierte en arte.

“La naturaleza y las rocas son mi alfabeto -sentencia Zapata-. Por eso, dejo que la obra vaya saliendo de acuerdo con lo que ellas me sugieren y así, yo hablo con los demás por medio de ellas”. Es que para él, realmente, las piedras que traslada desde Cundinamarca hasta su estudio en Medellín están vivas, y lo sostiene con tal seguridad que dice que ellas reciben todo lo que pasa a su alrededor.

Es más: “En muchas ocasiones siento que sus colores, sus formas, sus altos, bajos y relieves responden a la historia que guardan”, dice. Incluso, a veces el artista conserva piedras por años, sin saber bien qué va a hacer con ellas, hasta que un día entiende su energía, y solo entonces empieza a trabajarlas. “Hace un tiempo, tuve una ahí quietica a la que no encontraba por dónde cogerla, hasta que, por fin, le dije: ‘Hoy te tocó, querida’ “.

Entre relieves

Las obras de esta exhibición también harán parte de una gran exposición retrospectiva que Zapata llevará a cabo en marzo del próximo año, en el Museo Nacional de Antropología de México. Se trata de una invitación que recibió, según él, porque su trabajo en piedra “habla también de la memoria, la escritura indeleble, las construcciones que permanecen a través del tiempo y los legados, no solo del hombre, sino también esos que quedan grabados en la naturaleza misma”.

Ese también es el motivo por el que las obras que componen  ‘Geografías ‘ muestran el modo como el hombre percibe y se apropia de sus paisajes. Por ejemplo, la obra  Ciudad  muestra la urbe con el espíritu de un animal, que al expandirse va invadiendo el espacio que le pertenece por derecho a la naturaleza.

Algo similar ocurre con las piezas  Espejos estelares,  a las que Zapata les incorpora ojos de agua, pues considera que “son una manifestación poética y estética de ese rito de los habitantes del antiguo Perú, en el que, a través de grandes rocas huecas de granito a las que llenaban de agua, observaban el reflejo de la bóveda celeste para cultivar, para anticipar sequías y para comprender el curso de la vida… Del mismo modo que nosotros podríamos aprender del curso de la nuestra por medio de estos alfabetos, de estos lenguajes”.

Tomado  del periódico El Tiempo, 11 de Junio 2012

Hugo Zapata

Por William Ospina

Hemos vivido un largo romance con la piedra. Parecería difícil encontrar en el mundo un material más expresivo. Hacha y cuchillo, columna y libro, morada del silencio final y escala de los ángeles, la piedra parece concebida para ser una letra central de nuestro nombre, símbolo de nuestras posibilidades y extraño objeto de nuestros desvelos.

Todo en la historia alude a ella: el altar primitivo con sus hijos de púrpura, el escollo del camino, el soporte del templo, y hasta ese lecho final al que la canción popular nombra casi con ira diciendo: “ de piedra ha de ser la cama/ de piedra la cabecera”. Piedra las tablas de la ley y piedra el lenguaje de los lapidadores; piedra la metáfora de la locura y piedra la metáfora de la transubstanciación, cómo si sólo fuera verdadero lo que la nombra, cómo si sólo fuera irrefutable lo que la invoca. Cristo dijo que las piedras gritarían, Mahomet puso a sus pastores a venerar una piedra venida del cielo, desde la piedra mira Buda en las cuatro direcciones haciendo con sus manos los cuatro gestos simbólicos de la meditación, de la iluminación, de la predicación y del Nirvana. “Yo, que soy montañez, sé lo que vale/ la amistad de la piedra para el alma”, escribió Leopoldo Lugones. Al final de su obra, Rimbaud nos dejó aquella confesión: “si j´ai du gout, ce n´est guere/ que pour la terre et les pierres”.

Hablando de la tumba, Borges dijo: “Sólo esa piedra quiero…” Y Rubén Darío resumió su filosofía diciendo: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”. Todo esto sólo para afirmar que la piedra no es un objeto más, sino acaso el más privilegiado y simbólico de los elementos del mundo, pues ni el agua ni el aire ni la tierra ni el fuego han merecido ser utilizados así por el arte; la piedra concentra para nuestro sueño las virtudes y los ministerios de lo material; y las artes humanas, escultura, arquitectura, pintura, poesía, son un frecuente asedio a sus enigmas.

No pretendo que la obra de Hugo Zapata se limita a ese asedio, porque muchos otros materiales despiertan su juego creador: pero la piedra está en el centro de su obra, y lo estaba ya cuando apenas era un juego de pliegues y texturas en su obra gráfica temprana. A mi me sorprende encontrar en los mantos de piedra que Zapata extrae y secciona para armar sus obras todas esas misteriosas texturas, tensiones y acumulaciones que había en sus Ritos y Rituales, en sus Estelas, en las serigrafías de sus primeros tiempos. Y tal vez sólo en algunos de sus grandes proyectos espaciales renuncia a la piedra como primer inspirador y proveedor de sentido.

De resto, es la piedra su vocación y su destino, y a ello se debe sin duda la singular sensación de intemporalidad que su obra nos brinda. Su voluntaria evasión de los laberintos de la historia para ser. Como las montañas, los ríos o las estrellas, contemporánea de todas las edades. Sería vano buscar un mensaje de actualidad o la alusión a un drama histórico en estas creaciones. Zapata es un acariciador de la piedra, un enamorado de su maciza realidad. Y la suya es menos una labor racional que sensorial, un ejercicio del tacto, de la mirada de la imaginación. “Una cosa es infinitas cosas” dijo el poeta, y las piedras de Zapata son soles y lunas y planetas sin nombre, son estanques y flores, son estratos de la orografía y altas antorchas para iluminar otros confines del mundo. Sus piedras quieren ser arpas del viento, metrópolis fantásticas, lechos de ríos que se fueron hace millones de años y a veces parecen hechas (para usar el verso poderoso de un poeta nuestro) con “las cenizas de mundos ya juzgados”. Estar en su presencia casi nos hace sentirnos absueltos de nuestra propia temporalidad. Olvidamos a César y a Napoleón, al Führer y a los dictadores tropicales, olvidamos las guerras de religión, las monstruosas cruzadas, el angustioso llanto de los niños escondidos en los arrozales y las desdichas lucrativas de los noticieros, y miramos un mundo anterior y posterior a nuestras conflagraciones y deflagraciones. Y es importante decir “anterior” porque hay obras, como los estremecedores archivos cósmicos de Anselm Kiefer, que parecen aludir solamente al futuro, cuando ya no haya vida sino apenas memoria melancólica de la vida que fue; no ciudades sino puertas sin nadie que se abren a los reinos de Nuncamás; no lectores, sino infinitos libros de metal herrumbrado donde ya ni siquiera leen los ángeles. Piedra que asciende, piedra que acaricia, piedra que piensa, piedra de la agilidad, de la levedad y de la iluminación, la obra de Zapata también asoma a un mundo donde lo humano parece ausente, pero no porque se haya ido, porque haya desaparecido, sino porque nos crea la ilusión de que no ha llegado todavía. Su intemporalidad, así como fácilmente nos remite al futuro, a las “máquinas para rezar” de los Heeches en la saga de Frederick Pohl; a los monolitos fantásticos de la Ciencia Ficción; a las ciudades ajedrezadas de Bradbury y a sus objetos mágicos perdidos en la arena, también nos hace soñar con una aurora posible donde ya existe el orden de los elementos, donde ya la piedra sabe sugerir formas y simbolizar mundos, donde ya el agua sabe pulir y corroer, reflejar abismos y estrellas, pero todavía no ha ingresado en el mundo el más curioso de los seres, el que está cargado de intencionalidad, el que todo lo modifica y lo subordina a una idea.

El artista pertenece contra su voluntad a esa especie que altera y deforma, pero casi consigue hacernos olvidar que él estuvo allí. La lisura de sus Mandalas, de sus Amantes, de sus Ojos de agua, pacientemente pulidos, produce la ilusión de que nadie las ha tocado jamás. Que la lutita es tersa desde siempre por su propia inspiración de piedra, que el ojo de agua se abrió en el bloque oscuro como un milagro, que esa piedra suave que invita a la caricia y que se regodea en su inquietante sensualidad no es fruto del trabajo ni del pensamiento. Y así el artista intenta y casi logra su propia desaparición, que es lo más difícil del arte. Por lo general se necesitan siglos para que Homero ya no exista, y sin embargo la vasta sombra ciega sigue perfilándose sobre el horizonte de las naves y de los combatientes. Como esos autores de unas sagas de fervor y de piedra que no legaron a nadie el nombre ni el perfil de su artífice, Zapata parece intentar que celebremos la piedra, no al tallador; que veamos en las capas de piedra, que se abren en una zanja tortuosa un mapa impersonal, un árido cauce antiquísimo, como si la obra fuera un millón de años anterior al artista, y éste sólo la hubiera apartado como a una niña de basalto; la hubiera iluminado como a un estanque en la noche; como si la suya fuera solamente la labor de un vigía, el índice de un pensamiento que señala esplendores en la selva del mundo, y que se aparta para que digamos: “qué extraños dioses conversan en estos jardines!”

Recuerdo un día que visitamos su taller, una suerte de jardín oriental, en El Retiro, sembrado de piedras que esperan con paciencia de piedra el momento de redimirse de su condición de objetos indiferenciados, y acceder a la vida del arte. Entre la masa, notable pero informe, de las piedras de Dios, se erguían las piedras de Zapata, concentradas, rituales, incorporadas ya a su ceremonia sin tiempo. Y entonces él nos reveló que en los primeros días de vivir en aquel paraje, aunque se iba a dormir cada noche dejando en orden sus materiales y sus instrumentos, todo amanecía disperso y confundido. Finalmente un día encontró la correa de la máquina de sajar la piedra separada del cuerpo de la máquina aunque para hacer eso habría sido indispensable desarmar completamente el equipo. Y creo que fueron los campesinos de la región quienes le explicaron que era necesario hablar con los elementales, que eran sin duda los que estaban provocando aquel desorden. Así que el artista durante varios días conversó con las plantas del bosque, con las aguas del arroyo, con el viento y por supuesto con las diseminadas piedras del taller, y estableció la alianza. Pero yo diría que todo trabajo de Hugo Zapata es un diálogo con los elementales. Las piedras que vuelve preciosas con su tacto, con las que arma lunas y espejos, lagos y cordilleras, postes rituales y flores con el cáliz lleno de ocre o rojo polen, son fruto de un diálogo en el que el artista, antes de imponer nada, escucha la voz inconfundible de los elementos.

Y la intemporalidad de las obras, y la aparente, no ausencia… pero sí impresencia de su artífice, se deben tal vez que no es él quien tercamente ordena qué objeto ha de salir de la piedra y de los elementos, sino que son ellos los que le susurran qué formas poderosas contienen, en qué aspiran a convertirse por su mediación. Frente a tantos seres que siempre le imponen su voluntad a las cosas, que caminan en mandato y en monólogo, Zapata es de los que saben dialogar con la piedra, y no sólo la escucha sino que comprende su idioma. Una larga legión de escultores admirados y admirables buscó siempre a los humanos que estaban escondidos en la piedra, y los sacó a la luz. Hugo Zapata busca la piedra que hay
en la piedra, el infinito de plegaria y de sueño que duerme en sus repliegues.